En un lugar muy cercano, había una vez un Príncipe Grande y una Princesa Chiquita que vivían en un castillo de metal.
Pasaban los días mirando la gente que caminaba en frente de su castillo, tratando de ver los secretos que traían guardados en el fondo de su corazón. Medían con una regla larga y pesada, las pertenencias de aquella gente, como queriendo comparar los unos y los otros con la riqueza de su castillo, y los invitaban a entrar con la idea de hacer algo para que se quedaran por siempre y les ayudaran a calentar el frío de aquel frío metal.
Entonces, el Príncipe Grande se ponía a hacer gracias de bufón para que se rieran, mientras la Princesa Chiquita ofrecía sonrisas, pastelitos dulces y bebidas a sus invitados; después se abrazaban y se daban besos en la frente para que la gente pensara que a pesar del frío que se sentía en ese castillo, había mucho calor y mucho amor, sin embargo, los invitados hablaban entre ellos, se miraban, no creían, se aburrían y se iban, y el Príncipe Grande y la Princesa Chiquita, se quedaban hablando de lo mal que se veía aquella gente que no quiso quedarse, envidiando la belleza de algunos, el talento de otros y la riqueza de los demás.
Y así pasaron días y años tratando de conseguir quién calentara su hogar, porque la compañía entre ellos no era suficiente, y una vez se iba la gente que entraba de paso, el Príncipe Grande trataba a la Princesa Chiquita como si no existiera ya, y ella se encerraba en su baño de metal y lloraba sola sin que nadie supiera, ni siquiera las otras princesas cercanas a ella. Pero el Príncipe Grande también lloraba, se acostaba en su cama de metal, y lloraba fuerte para que la Princesa Chiquita lo oyera, y entonces así lo viniera a consolar, y ella salía de su baño de metal, se secaba las lágrimas con pañuelos fríos, salía poniendo su mejor sonrisa y extendía sus brazos completamente, para poder abrazar al Príncipe Grande hasta que se quedara dormido.
Un día, después de mucho pensar, se les ocurrió remodelar el castillo, cambiar todos los muebles de metal, las camas de metal, las paredes de metal, el jardín de metal, en fin, todo; y llenaron la casa de cojines de colores vivos y materiales cómodos, consiguieron en el mercado del país vecino alfombras rosadas voladoras, y se vistieron con ropa abrigada de lana dejando para siempre el metal, y no entendían por qué a pesar de todos esos cambios tan acertados, seguían llorando y sintiendo frío, así que llamaron al mejor médico de la región, y le pidieron con toda la desesperación alguna solución, y el médico después de hacer todos los exámenes y todos los análisis correspondientes, llegó a la conclusión de que el frío que sentían solo podía tener una explicación, y era que el metal estaba guardado en su corazón, y para eso no había medicina conocida por la ciencia, lo único que podían hacer, era seguir con mucha precisión las siguientes recomendaciones:
Abrazarse todos los días mucho, mucho, mucho.
Besarse intensamente.
Mirarse a los ojos por largo rato hasta que se dijeran cosas sin necesidad de hablar.
No envidiar a los demás.
Decirse palabras dulces.
Reírse juntos de cualquier cosa.
Jugar a ser niños sin sentir vergüenza.
Inventarse cuentos acostados en la alfombra rosada voladora, y así, una lista larga, larga, llena de cosas nuevas para ellos.
Y así fue como el Príncipe Grande y la Princesa Chiquita convirtieron el castillo de metal, en el mejor y más cálido lugar del mundo, no necesitaron invitar a nadie más, y fueron felices por siempre.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
todavia no lo e leido pero me parece muy interesante cuanto quisiera que pudieras publicar más cuentos como este
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