Si alguien me preguntara alguna vez cuántas estrellas le caben al cielo, no sabría que contestar.
Una vez, mientras acampaba con mis amigas de la escuela en el patio de atrás de la casa de Rebeca, mi mejor amiga, con la carpa de Hello Kitty que su tía Francisca le regaló de navidad porque nunca tuvo hijos y Rebe siempre fue su adoración, nos acostamos en el pasto a ver pasar las nubes y rogábamos al cielo la oportunidad tan esperada de que pasara una estrella fugaz y se nos cumpliera un deseo, el que cada una tuviera guardado en lo más profundo de su corazón, el deseo más deseado. Yo por ejemplo, lo que más anhelaba era que Juan, el niño más lindo de mi escuela se acercara para hablarme mientras jugábamos en la hora de descanso, soñaba que podía sentarme a su lado en el salón de clases por un milagro inexplicable en el que me adelantaban de curso porque yo estaba en Segundo B y Juan en Tercero A, imaginaba que se sentaría a mi lado en el bus todas la mañanas, porque en las tardes me iba con Rebeca, mi mejor amiga, hasta su casa y mi mamá me recogía en la noches a la vuelta del trabajo.
Pero eran tantas, tan hermosas, y tan brillantes las estrellas del cielo, que era casi imposible tener la suerte de ver la estrella fugaz que nos cambiaría la vida, o por lo menos a mí, si lograba que Juan me dijera aunque fuera un hola, sería la niña más feliz del mundo.
Y si alguien me preguntara alguna vez cuántas flores le caben a un jardín, no sabría que contestar.
Una vez, mientras esperábamos con mis amigas a que tocaran la campana que tanto nos molestaba porque nos obligaba a entrar a clase después de estar hablando delicioso bajo el sol de mayo, nos hicimos al lado del jardín más bonito y más grande de toda la escuela, y nos sentamos a hablar y a soñar con el momento exacto en que cada una de nosotras recibiría la flor que tantas veces soñamos entre tantas flores.
Pero eran tantas, tan hermosas y tan distintas las flores de aquel jardín que era casi imposible escoger una que nos diera la suerte de tener en frente al niño que tanto nos gustaba. En mi caso, si Juan me regalaba una, cualquiera de las que estaban allí, sería la niña más feliz del mundo.
Y si alguien me preguntara alguna vez cuántos sueños caben en los días y las noches de las niñas como yo, ahí sí sabría que contestar.
Una vez, mientras hablaba con Rebeca, mi mejor amiga, y mis otras amigas de la escuela descubrimos que todas soñábamos con lo mismo. Nos dimos cuenta de que siempre nos sentábamos en la misma mesa de la cafetería donde podíamos ver estratégicamente a los niños que tanto nos gustaban, nos arreglábamos el peinado que cada una traía desde su casa, nos acomodábamos la falda del uniforme y esperábamos con ansias que nos vieran y se dieran cuenta de que estábamos ahí esperando una luz en sus ojos. Yo por ejemplo, esperaba que Juan notara mi presencia y viniera hacia mí en su caballito de madera inventado por mi imaginación, con la flor en la mano que tantas veces traté de escoger y no pude porque todas me gustaban, y me perdía en sus ojos mientras lo veía jugando fútbol con Ramón, el niño que le gustaba a Rebeca mi mejor amiga, y ella se perdía en los suyos, y así cada una con el suyo, y entonces ahí nos encontrábamos todas en un mismo sueño.
Uno es la respuesta, miles de millones de estrellas en el cielo, cientos de flores en el jardín y un solo sueño en nuestro corazón, el niño de nuestros ojos. En mi caso, si Juan me hubiera prestado sus ojos aunque fuera un ratito, yo hubiera sido la niña más feliz del mundo.
Me encantó!
ResponderEliminarJuan, Juan... nunca supiste, tú, los ojos que perdiste
ResponderEliminarprecioso este cuento!
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